DON GABRIEL

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DON GABRIEL

 

Amable lector, con frecuencia pienso que los niños y jóvenes de hoy, en particular los de familias que lo tienen todo y algunas que les sobra mucho,  reciben no solo lo necesario, sino que exigen cuanto capricho se les antoja.  No es fácil que en un futuro estas personas alcancen la madurez y buen criterio para ayudar a que otros superen los niveles de pobreza e ignorancia que, por una u otra razón, deben soportar.

Hace muchos años mi padre adquirió una pequeña finca en un lugar muy distante de Medellín.  No había energía eléctrica y el camino para llegar era una trocha de mulas.  En ese entonces, ese sitio se conocía como la Loma de Los Mangos, hoy se llama San Lucas.  El medio de transporte eran los camiones de escalera de Envigado;  en Zúñiga (hoy La Frontera), nos bajábamos y a pie recorríamos dos kilómetros, montaña arriba; los más pudientes iban en caballo.

Una tarde, Don Gabriel Restrepo visitó a mi padre, pues quería conocer si en un lugar tan inhóspito podía construir una modesta casa para pasar las vacaciones con su esposa y su pequeña hija.  Mi padre le cedió un pedazo de tierra contiguo a la nuestra.  Le cobró lo mismo que había pagado por ella unos años antes.

Desde entonces, Don Gabriel Restrepo, su esposa Doña Tulia Moreno y su hija, Ángela Restrepo M., hicieron parte de la familia Isaza González.  Mientras Ángela y sus amigas jugaban con muñecas, nosotros, cauchera en mano, perseguíamos los azulejos, toches, tórtolas, silgas y otros pájaros más.

Recibí de él muchas enseñanzas. Una, que comprendí muchos años después, es que matar pajaritos es una falta grave; debo confesar que siento tristeza y vergüenza de haberlo hecho.  Hace poco me enteré que él, de muchacho, hacía lo mismo.  Con frecuencia pienso que cuando los guerrilleros matan miembros de las fuerzas armadas, campesinos y gentes inocentes, no solo no sienten remordimiento, sino que experimentan algo parecido a un jugador de fútbol cuando marca un gol.  Su comportamiento está muy distante del que corresponde a los seres humanos…

Cuando hubo carretera, Don Gabriel consiguió un Chevrolet 1953, recogía en el camino a todos los campesinos que regresaban del trabajo.  Nunca he logrado comprender como hacía para acomodar tanta gente en un automóvil.  Mucho más difícil y asombroso era organizar la salida.  Primero aparecían los más flacos, luego los de talla regular y por último los más gordos.  Es posible que el tiempo me haya desdibujado un poco este hecho, pero aun así, estuvo muy cerca de igualar el milagro de la multiplicación de los  peces y los panes.

No solo transportaba personas fatigadas, fundó empresas, dio trabajo y fue generoso con sus empleados.  Más que elevar plegarias al cielo, prefería extender sus brazos para ayudar en forma generosa a los más desprotegidos.

Cuando mi padre murió, Don Gabriel lloró, también su esposa y su hija Ángela.  Hoy, sus cenizas y las de mis padres están en el mismo lugar y, sin la menor duda, sus almas en lo más alto del cielo.

Por limitaciones del periódico no debo extenderme más.  Solo quiero mencionar que Ángela Restrepo Moreno, la niña mimada, la que lo tuvo todo, prefirió dedicar su vida al servicio de la ciencia y, en particular, a transmitir sus conocimientos a cientos de personas.  En pocas palabras, ha sido un verdadero apóstol no solo en enseñar, sino en acompañar a los que sufren.  Lástima que el Estado ignore a personas que, como ella, pudieran hacer mucho más, si recibieren así fueran migajas del Presupuesto Nacional.

Medellín, 11 de Enero de 2.013

 

 

Rafael Isaza González